Comentario
El largo siglo XVIII hunde sus raíces en la incierta España austracista de finales del Seiscientos y legará buena parte de sus seculares problemas a la conflictiva centuria posterior. En uno y otro momento, dos dramáticas contiendas, con una cierta impronta de guerra civil, vienen a jalonar los inicios y los finales de la centuria: la Guerra de Sucesión y la Guerra de la Independencia.
La primera aporta la nueva dinastía borbónica y unas esperanzadas expectativas de fortalecimiento de la agotada monarquía mediante la puesta en marcha de una serie de cambios en la vida nacional.
La segunda supone un vacío de poder que favorece la quiebra de la monarquía absoluta y el principio del fin del antiguo régimen, manifestado políticamente por vez primera en las Cortes de Cádiz.
Entre ambos acontecimientos, el feudalismo tardío español llega a su máxima expresión desarrollando todas sus fuerzas internas hasta caer víctima de las disfuncionalidades y contradicciones a que condujeron los propios logros reformistas, el agotamiento del viejo orden y la lenta (y a menudo dramática) configuración de un sistema social alternativo que en algunos países de Europa se estaba imponiendo: el capitalismo.
En este empeño de exprimir al máximo el antiguo modelo sin necesidad de proceder necesariamente a su relevo, participaron la mayoría de los políticos y buena parte de los pensadores reformistas de la centuria. El ánimo de todos ellos se centró en una misión de difícil cumplimiento: hacer crecer la economía, renovar las diversas clases sociales, racionalizar la administración pública y remover la vida cultural sin tocar el sistema político ni alterar básicamente la estructura social. Y todo ello con dos objetivos últimos: mejorar la vida material de los españoles y promover la recuperación de la Monarquía en el concierto político internacional.
Y tal fue el ahínco puesto por bastantes españoles en este proyecto global que acabó convirtiéndose en el eje de la vida nacional alrededor del cual se situaron decididos partidarios, acérrimos detractores y muchos indiferentes. La reforma fue la pasión del siglo.
Una reforma que afectaría tanto a España como a las Españas, realidades que convivieron sin grandes dificultades. Gracias a un sistema socioeconómico general que compartían los distintos reinos peninsulares, merced a una unificación institucional y legal progresiva y a través de un movimiento ilustrado universalista poco sensible hacia las realidades locales, el siglo contemplará la crecida del sentimiento de pertenencia a una misma comunidad nacional sin por ello acabar con las realidades socioeconómicas y culturales que diferenciaban a los distintos reinos. A finales del siglo se había formado ya una Monarquía unitaria en tránsito hacia el Estado-nación en el marco de un modelo social cambiante y de un contexto político conflictivo que no anularía en cambio las seculares identidades regionales. Así, el Setecientos se convirtió en la centuria de la unificación protonacional en vísperas del incipiente capitalismo sin eliminar plenamente el antiguo concepto de las Españas.